Especialistas en este tema, han señalado que las creencias religiosas cuentan con la capacidad de contribuir de forma potencial al desarrollo, pero no por ello la religiosidad y la fortuna se encuentran reñidas. Desde hace mucho, estudiosos en el campo de las ciencias sociales han indagado la relación existente entre la religiosidad y la economía.
Este se trata de un interés que surge de manera natural pues, al comportarse como un componente esencial de la cultura, resulta esperable que la religión pueda influir en el desempeño económico, como si se orara por ello. Simultáneamente, al verse incrementado el acceso a los bienes y servicios, el desarrollo es capaz de modificar las actitudes religiosas.
Es así, como surge la causalidad entre la religión y el progreso y de que esto pueda, en principio, suceder en ambas direcciones. Entre las teorías que se han postulado en el transcurso de los años, han predominado dos que corresponden a los ángulos mencionados.
Con respecto al primer sentido, y de eso ya hace casi un siglo, Max Weber, quien se conoce por ser uno de los padres de la sociología, indicó que la Revolución Industrial surgió gracias al espíritu de la Reforma Protestante, que se había encargado de infundir rasgos como el ahorro, el espíritu de trabajo, la honestidad y la tolerancia.
En relación al segundo sentido, el mismo Weber en compañía de diversos pensadores postularon que, con el auge del avance económico, la religiosidad encuentra una tendencia a declinar, disminuyendo el rol social de las iglesias. Dicha hipótesis, se conoce como «secularización», y frecuentemente se ha inspirado en la aparente asociación negativa a nivel internacional entre la religiosidad media y el ingreso por habitante.
Las explicaciones suscitadas para esta segunda vertiente han resultado variadas incluyendo la caracterización de la religión como reducto de ignorancia o de temores y ansiedades irracionales, que se hacen más comunes supuestamente en las sociedades agrarias y primitivas.
Por años, las conjeturas en ambos sentidos llegaron a ser elaboradas a manos de especialistas de diferentes disciplinas, pero al mismo tiempo, los economistas se mantuvieron generalmente al margen.
Durante el presente milenio, se ha experimentado una notable excepción en los trabajos empíricos del economista Robert J. Barro y su esposa, la filósofa Rachel McCleary en relación a las hipótesis antes mencionadas.
Inicialmente para evaluar el impacto accionado por la religión sobre el desarrollo, donde los autores emplearon datos no experimentales referidos a la asistencia a la iglesia, pero también, de las creencias sobre la vida después de la muerte y, en especial, el cielo y el infierno.
De este modo, para un conjunto amplio de países y en un promedio de tres décadas durante el siglo pasado, se estimó en cómo el incremento del PIB por habitante es posible explicarlo a través de esos indicadores, así mismo, las variables económicas, la política gubernamental y el ambiente de negocios, que son típicamente utilizadas en los estudios sobre el crecimiento.
Gracias a este análisis se pudo revelar que el aumento del ingreso por habitante se encuentra influido de manera positiva por las creencias, sobre todo las que se refieren al infierno, y de forma negativa por la asistencia a la iglesia.
de acuerdo a sus autores, las creencias pueden encontrarse ejerciendo un efecto positivo cuando impulsan cualidades que apoyan la productividad, al mismo estilo de las que fueron mencionadas por Weber.